Escrito por María Guilarte
Cerró los ojos y respiró hondo. Habían superado la primera parte del viaje y si aquello les había parecido duro, todavía quedaba la última batalla de la que, directamente, podría ser que no salieran.
Cualquiera de las otras razas que habitaban la tierra no habrían superado aquel viaje, pero la piel de los dragones de Kariah, estaba forjada en el mismo sol, o al menos eso era lo que contaban las leyendas que sus abuelos les contaban en aquellas noches oscuras en las Cuevas de Olaine.
Sintió el sol en sus párpados. Los granos de arena chocaban contra las escamas de su piel insufladas por la brisa que en aquellos momentos recorría el mar de dunas. Abrió los ojos y cerró los puños con fuerza, como si quisiera atrapar aquellos granos que pasaban entre sus dedos en aquel momento y hacerlos desaparecer. Allí, a lo lejos destellaba la Ciudad de Cristal o Kah Pabel, como la llamaban sus abuelos y padres.
Los dragones de Kariah habían sido desterrados de la ciudad que ellos mismos construyeron hace más de 20 siglos, cuando descubrieron como soplar y crear el cristal más fuerte del mundo. Un cristal que solo podría forjarse con la arena del lugar más caliente del planeta, la del desierto de Fan Kah.
Usaron aquel cristal para protegerse, para mejorar su civilización, para hacer florecer el desierto y así no tener que vagar por él. Durante años Kah Pabel, la ciudad de cristal fue el eje de la civilización y la riqueza. Pero sus mayores también tenían un triste dicho, “no puedes volar siempre hacia arriba, ni brillar tanto que otros te vean”. Pues hace 50 años otros los vieron ascender y brillar y decidieron que los dragones de Kariah no tenían derecho a tener todo aquello.
Con su gran tamaño, sus enormes alas y la capacidad de escupir fuego los dragones del desierto nunca habían necesitado defenderse. Ellos estaban curtidos en el esfuerzo y el trabajo duro, amaban la tierra en la que nacieron y aprendieron de ella a sacarle todo el beneficio, por eso nunca reclamaron otros territorios que no les pertenecían, aunque bien habrían podido gracias a su superioridad física con respecto a otros pueblos. Para los dragones de Kariah el desierto de Fan Kah era el centro del universo, donde debían estar.
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Pero el orgullo y el amor por su tierra fue lo que les hizo perderla ya que no vieron cernirse sobre ellos a los ejércitos del Shar que en tan solo una semana arrasaron la ciudad que con tanto esfuerzo habían levantado y expulsaron de ella a todos los dragones que no mataron ni esclavizaron para que pudieran seguir forjando el poderoso cristal.
Los dragones de Kariah que no fueron asesinados ni esclavizados en Kah Pavel huyeron por el desierto de Fan Kah hasta llegar a las Cuevas de Olaine, un lugar al que solo se podría llegar volando sobre el escarpado monte Olaine y donde se aseguraban que nadie podría seguirles.
Pero aquello no era vida y los hijos que nacieron en aquellas cuevas crecieron con asombrosas historias de mercados donde rebosaba la comida, lugares en los que se aprendía cuán grande era el mundo y como vivir en él y en el que no tenían que protegerse de las bestias de la montaña ni procurar que nunca que se apagara el fuego que los protegía de peligros y el frío.
Por supuesto que algunos de los dragones nacidos en las cuevas crecieron en la resignación de que aquel debía ser su hogar, pero otros tantos decidieron reclamar las tierras que por derecho les pertenecían, decidieron que era el momento de recuperar la Ciudad de Cristal.
Lo que al principio fue una idea se tornó en un plan cuando el último habitante de Kah Pabel que había escapado de la masacre murió en las Cuevas. “Despierta al desierto, encuentra el ejército de Fan Kah”.
Los niños de las cuevas habían escuchado esa historia cientos de veces, pero cuando crecieron aprendieron a discernir entre la fantasía y la realidad y aunque aquella historia, sobre un ejército durmiente en una cueva subterránea, forjado por sus antepasados que solo despertaría ante un dragón de Kariah, era su favorita, no podría ser cierto que un ejército forjado en fuego y cristal durmiera bajo el desierto y pudiera despertar para cumplir sus órdenes.
Pero ¿y si lo fueran? Cuando Vynirös hizo esa pregunta en alto, sus amigos lo miraron como si estuviera loco. Pero no era una pregunta tonta, había estudiado las antiguas escrituras que pudieron salvarse en la huida y había muchas referencias a aquella cueva. Con el tiempo consiguió convencer a unos cuantos y cuando todos ellos preguntaron al resto de su gente ¿y si el ejército fuera real? Consiguieron la respuesta que esperaban “probad, ya nada puede ser peor que esto”.
Así, tras hacerse con la comida y el material que calcularon que necesitarían, 15 dragones de Kariah saltaron desde las Cuevas de Olaine con la misión de encontrar y despertar al ejército del Fan Kah.
Ir en su búsqueda surcando el cielo no era una opción, pues los centinelas del Shar no habían parado de perseguirles y acosarles temerosos de que reclamaran la ciudad y vigilaban los cielos con pequeños artefactos que volaban con la intención de detectar posibles atacantes.
Por lo que caminaban de día por el desierto cuando nadie vigilaba las dunas, ya que no esperaban que nadie sobreviviera tanto tiempo a la arena de fuego.
Después de cruzar el desierto de Fan Kah durante un mes que bien podrían haber sido siete años, Vynirös se encontraba sobre aquella duna fijando la vista en los destellos que creaba Kah Pabel y visualizando su objetivo, la ciudad que jamás había visto pero que tantas noches había soñado.
Descendió de la duna para volver al campamento donde se guarecían sus compañeros. Que analizaban los mapas y trazaban un plan para entrar en la cueva, tras varios intentos infructuosos parecían tener bastante claro donde se encontraba la puerta a las entrañas del desierto de Fan Kah.
Cuando el sol estaba en lo más alto y ningún ser vivo, salvo ellos, pudiera sobrevivir a la temperatura extrema corrieron hasta el lugar señalado. Podría ser una duna como cualquier otra, pero tras estudiarla habían detectado que aquella no cambiaba de posición como el resto, ahí debía estar la entrada.
Batiendo las alas con fuerza retiraron toda la arena y se encontraron una puerta bajo sus pies, una puerta de cristal, del cristal de Kariah que nada podía romper. Unos granos se habían quedado fijados en unos surcos grabados en el cristal. “Canta al sol y habla fuego” aparecía escrito en la lengua de Kariah. Sabían que aquella puerta no podía estar abierta para todo el mundo, que debía estar protegida con magia antigua, pero aquella frase no hacía referencia a nada de lo que hubieran estudiado. Se escapaba totalmente de sus conocimientos.
Cuando el sol empezaba a bajar y aumentaba el peligro de ser descubiertos, crecía la frustración. Cuando ya estaban dispuestos a retirarse y a volver a las cuevas una de ellos comenzó a cantar una canción infantil, tal vez lo hizo para no pensar en el fracaso, tal vez porque una parte de su cerebro conectó las palabras sol y fuego que con aquella canción, pero en cualquier caso el suelo se abrió y bajó diez metros de caída se encontraba la cueva del Fan Kah.
Descendieron de un salto, abriendo sus alas para amortiguar la caída, no había más puertas, no había trampas, tras atravesar un pasillo que pudiera parecer de piedra pero que no era más que arena apretada contra el cristal y que contaba en sus paredes la historia de su pueblo ahí estaba el ejército durmiente.
No era del todo cierto que los dragones de Kariah no hubieran creado ningún arma para defenderse de posibles enemigos. Pero extendieron aquella idea para evitar parecer una amenaza.
Cuando descubrieron el poderoso cristal, los magos protectores de la ciudad desarrollaron junto con los maestros sopladores un arma que los convertían en invencibles. Y la clave de su superioridad era que no era un arma empuñada por un mortal, era un ejército que no podía ser destruido. Forjados en cristal los protectores de Kah Pabel dormían transparentes y solo acudirían a la llamada de un dragón de Kariah que empuñara el Cetro de Fuego.
Caminaron entre ellos rozando el frío cristal de sus cuerpos, con sus manos y sus alas, en el centro, sobre un pedestal se erguía el Cetro de Fuego. Vynirös miró a sus amigos, que asintieron, él les había traído hasta ahí, él debía empuñarlo y guiarlos hasta la última batalla.
Solo con rodearlo con sus manos el Cetro brilló con el fuego de mil soles, sintió su calor a través de las escamas de sus manos. Se dejó envolver por ese momento, que habían luchado tanto. Llenó sus pulmones de un aire atrapado hace más de 100 años en aquella cueva y alzando su cabeza aulló una llama que provocó que el ejército del cristal se iluminara, como si se coloreara con el fuego.
Y ante la llamarada de su líder el ejército despertó.